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Cada tantos años y con cierta regularidad se produce en Chile un terremoto de gran magnitud. El último ocurrió el 27 de febrero de 2010 y afectó a gran parte del país alcanzando 8,8 grados en la escala de Richter, al que le siguió un maremoto que devastó extensas zonas de la costa centro-sur.

Los chilenos estamos acostumbrados a estos fenómenos y soportamos la arremetida de la naturaleza lo mejor posible. Pero a lo que no estamos habituados es a presenciar un terremoto desde el aire, en calidad de espectador involuntario viendo cómo la tierra se sacude bajo nuestros pies.

Esta fue la experiencia que le tocó vivir a un socio del Club Aéreo de Santiago, Gaspar Galaz, hoy reconocido instructor de vuelo, pero que por aquel entonces no habían pasado más de tres meses de haber obtenido su certificación de piloto privado.

Gaspar recuerda vívidamente la impresionante experiencia, que ocurrió durante una de esas réplicas, el 11 de marzo de 2010, a menos de un mes de acaecido el terremoto principal.

“Volando a 4.500 pies de altura noté algo extraño en el paisaje. Una gran cantidad de polvo se elevaba del suelo. En 10 minutos la visibilidad era casi nula”, relata Gaspar, quien venía de regreso de un vuelo desde la costa central de aproximadamente dos horas de duración.

Al llamar al centro de control de vuelos metropolitano le informaron que un sismo de 7,0º (Richter) había ocurrido hace pocos instantes y que los aeropuertos y aeródromos estaban momentáneamente cerrados debiendo esperar autorización para aterrizar hasta nueva orden. Afortunadamente, el protagonista de esta historia había decidido despegar el Cessna 152 CC-KSG con los estanques llenos de combustible, lo que le permitió seguir volando por casi una hora más hasta que, finalmente, pudo aterrizar en Tobalaba contando con 35 minutos de reserva. Sin duda, una experiencia que merece ser compartida.